jueves, 5 de octubre de 2017

PASSION IS NO ORDINARY WORD

I. "Pasión" no es palabra cualquiera. Y la música es pasión, es entraña, sentimiento, emoción. 

II. Hay un libro en proyecto, lo escribe mi educador musical, mi dealer, mi tío Joserra Rodrigo. Son epifanías de Rock & Soul

III. Recupero un texto de hace unos años para explicar quién es Joserra para mí.
 
TARDES DE SÁBADO

Hay una primera imagen en mi memoria rockera. 
Yo con 8 ó 9 años, una tarde de sábado, sentada en la banqueta blanca en la mesa del despacho de la casa de la Yaya. La mesa llena de apuntes subrayados con el lápiz de dos puntas, rojo y azul. La luz del flexo con bombilla azul. Y Joserra con los vinilos en la mano y moviendo la aguja del tocadiscos de una canción a otra.

Música de Elliot Murphy, de Graham Parker, de las Supremes, de los Beatles, Van Morrison, Sam Cooke, los Rolling, Aretha,...y el omnipresente Dylan.

Así recuerdo el inicio de mi educación musical.

Supongo que aquellas tardes de sábado lo que menos apetecía era estudiar; que el único foro para el veneno de la música fueran los oídos de una cría de 9 años, daba igual.

Y gracias a esas tardes de sábado aprendí el ritual de los vinilos. Los plásticos protegiendo obras de arte sobre cartón, los discos negros, brillantes, limpiados con mimo con la gamuza roja. El chasquido de la aguja buscando el surco. Y la música sonando en el despacho.

Y sábado tras sábado, el veneno instalándose en mi sangre poco a poco, acorde tras acorde, fraseo tras fraseo.

Elliot Murphy cantando a las chicas de fiesta y los poetas rotos, Lou Reed en el sucio boulevard, Dylan soñando con su chica del norte, Graham Parker pidiendo una piel que envuelva su corazón, Suzzanne Vega pensando en la chica del segundo piso.

El tiempo fue pasando y cuando en clase las carpetas adolescentes eran el escaparate de los “new kids on the block” y de alejandro sanz, en la mía estaba Dylan, de espaldas, iluminado por un foco, con su guitarra y sus botas de cuero español. 

Fue en esta época de carpetas cuando Dylan llegó a Bilbao. Y yo me tiré 2 meses hablando del gran día... y nadie me entendía. Aquella tarde de “café dylaniano” en Kirikiño con la gastada camiseta negra en la que apenas se adivinaba la silueta del Maestro, no se me olvidará en la vida.

Y aquel día aprendí el ritual de los conciertos. La entrada quemando en el bolsillo, los nervios en la cola de entrada, los gritos del subidón con las luces apagadas, las lágrimas incontrolables de la emoción y las miradas cómplices de los que se entienden sólo con eso, con cruzar las miradas, dejándonos la voz en la arena. En definitiva, la magia de la música en directo.

Después de aquello quedó claro que estaba perdida. El veneno ya campaba a sus anchas por mi sangre como el virus incurable que es. 

Aprendí que cuando la gente descubría la buena música, le gustaba y se enganchaba como yo. Me convertí en “camella” de la buena música.

Y seguían llegando: Nirvana, REM, Counting Crows, Jeff Buckley, Radiohead, Nick Drake, Ray Lamontagne, que se iban sumando a la lista.

Y así aprendí el ritual de los nuevos discos. Abrir la caja (llegó la era del CD, menos mágica que la era vinilo, sin duda), descubrir las fotos del cuadernillo, darle al play y dejarte llevar por nuevos sonidos.

Hoy sigo caminando y descubriendo nuevos habitantes en ese Olimpo del Rock&Roll conviviendo con los genios de siempre. 

Me sigo envenenando con el abuelo Dylan o Mister Neil Young. Me emociono con la voz de ángel de Antony y disfruto en los conciertos de Marah que son un chute de adrenalina y tomando unas cervezas con los Deadstring Brothers. Salto con el Inquilino Comunista en la campa de Kobetas aunque sólo sean las 5 de la tarde. Guardo en mi corazón rockero el último concierto del genio que se nos fue, Antonio Vega. También a Chrissie Hynde con los Pretenders y a Ben Harper subiendo la temperatura de la noche bilbaína. Recuerdo la voz del príncipe Wainwright de Montreal, a capela desde la segunda fila. Coreo con Tequila sus clásicos de siempre y dejo que la voz del caballero Caetano me acaricie suavecito. Palpito con la voz de Ron Sexsmith, que me abre las puertas de una noche mágica. Y me vuelvo loca con Wilco, mientras sueño con ver en directo a The National. Estoy tan envenenada que hasta toco el bajo los jueves con DinA4 y no me pierdo un bolo de la Yellow.

Y estoy tan orgullosa de mi educación musical que sigo volviendo de vez en cuando a aquellas tardes de sábado, sentada en la banqueta blanca, esperando el chasquido de la aguja buscando el surco en el vinilo.